Mientras esté en una cancha, a Revol no se le borra la sonrisa. -Foto: Facebook

Un Rambo heredado, una bici despintada y un montón de pelotas parchadas. Un short cortito con manchones que el lavarropas ya no borra, medias largas e inteligentes con huecos para que respire el dedo gordo, y una camiseta de tela gruesa que resiste a los avatares del paso del tiempo y aún conserva, en tonos algo más opacos que los que mostraron alguna vez, los entrañables azul y rojo. A veces, el paraíso es un chiquilín que juega a las escondidas y se oculta detrás de un traje deslucido.

Revol se divierte como pocos con una pelota en sus manos. -Foto: UAR
Revol se divierte como pocos con una pelota en sus manos. -Foto: UAR

Como ocurre en toda familia numerosa, a Gastón Revol no le sobraron, durante su infancia, los lujos ni los juguetes nuevos. «El Verde» debió vivir ese placentero desafío que implica hallarle valor a lo heredado. Así, aprendió a reciclar todo lo que le llegaba de sus mayores. Y, entre tantos cacharros sueltos, al momento de elegir no dudó: en sintonía con las elecciones de papá (Manuel) y de sus dos hermanos más grandes, se abrazó a una pelota de cuero vieja, ovalada y con un increíble poder magnético que lo atrapa hasta hoy.

«Habré tenido, no sé, 10 años. Una mañana, mi ‘viejo’ nos llevó al club a mis hermanos varones y a mí, y desde ese día nos enganchamos, nunca más dejamos. Con todos compartí cancha. Con el más grande, Manuel, debutamos juntos: en 2005, contra Jockey de Villa María, arrancamos los dos como titulares y ganamos. Me acuerdo de que estábamos complicados con la clasificación a las semifinales, había que ganar sí o sí», cuenta el capitán de Los Pumas 7’s, que se dio el gusto de jugar también, en Primera de La Tablada, con Facundo, «el Sapo» (Javier) y Mateo, tres de sus siete hermanos (cinco hombres y dos, mujeres).

Gastón y sus hermanos Mateo y Javier.
Gastón y sus hermanos Mateo y Javier.

“Es, sin dudas, uno de los mejores jugadores no solo de los últimos años, sino de toda la historia del club”, asegura, tono de voz firme y ojos bien abiertos, Cristian Villalba, el head coach del club de Urca que lo vio nacer, desarrollarse y llegar hasta donde está hoy: la elite del rugby mundial. Rápido, potente, vehemente al momento de tacklear, poderoso mentalmente, dúctil con las manos y los pies, a Revol lo invade un cosquilleo incómodo cuando lo aplastan los (merecidos) elogios, y hace un esfuerzo ingente por dejar en claro que se siente un mortal más: “No veo por qué tenga que creérmela. Es cierto que estoy en un lugar donde quizá muchos quisieran estar, pero sigo pensando que no soy mejor que nadie. Si estoy ahí, es porque pasé mejor una pelota para un lado, tackleé mejor, me esforcé más en un gimnasio. No me la creo porque siento que no soy quién para creérmela. Valoro mucho más el esfuerzo que hace un médico que se mató estudiando, con todo lo que me cuesta eso a mí, que lo que hago yo, que es levantarme a correr y entrenarme. No se me cruza por la cabeza sentirme más que nadie”. Y ejemplifica con contundencia: “No sé, si fuera Maradona capaz que sí me la creería…”.

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El 10, en jaque
Un buen día, este hincha de Belgrano tuvo frente a sí al único tipo en la faz de la Tierra al que le perdona la intolerable vanidad. Y aunque el encontronazo implicó un desafío, mano a mano, en el deporte en el que aquel es especialista, Revol no se amilanó. “El Verde” retó nada menos que a Diego Armando Maradona y se anotó una anécdota de esas que, entre canas, arrugas y recuerdos huidizos, les contará a sus nietos: le atajó un penal al mejor futbolista del universo. “Para mí, Maradona no es Dios, pero como deportista siempre me pareció que hacía cosas increíbles en la cancha. De golpe, cruzármelo y verlo me generó un shock. ‘Ahí está, es real’, pensé. Se subió al colectivo, vino a un entrenamiento, nos dio una charla técnica; fue muy especial. Y, unos años después, volvió a aparecer. Paró el entrenamiento, llegó, habló y, al otro día, nos dio la charla antes de jugar contra los brasileños. Vino a patear unos penales y me tocó atajar a mí. ¡El crack de la historia del fútbol pateándome un penal a mí!”, dice, con la emoción a flor de piel, mientras le brota la sangre competitiva: “¡Ni en pedo me lo dejaba hacer! Se lo quería atajar y… ¡se lo atajé! Después me hizo uno”.

-¿Podés repasar tu carrera, mirar hacia atrás y decir: «Guau, todo lo que recogí en este tiempo»?
-Me pasa cuando tengo dudas sobre lo que estoy haciendo. En realidad, cuando tengo dudas sobre lo que no estoy haciendo. Hoy por hoy, no terminé mi carrera universitaria, experiencia laboral tengo muy poca y en laburos informales. Y voy a cumplir 30 a fin de año. A veces me pregunto: “Cuando deje de jugar al rugby, ¿qué voy a hacer?”. En esos momentos, tengo que poner en la balanza lo que estoy dejando de lado y lo que estoy logrando y, realmente, entiendo que es muy bueno y que vale la pena postergar otras cosas. Es lo que me da tranquilidad cuando me hago ese tipo de preguntas.

Con los de casa todo es más fácil
No hay mejor escudo para asimilar los golpes que da la vida que el resguardo que, siempre, ofrece el calor de la familia. Y el segundo goleador histórico del seleccionado argentino de rugby seven, que se ilusiona con estar en los próximo Juegos Olímpicos, lo comprobó en carne propia: «Yo tengo la suerte de que recibí el apoyo de mi familia en momentos de lesiones o malos momentos deportivos. Eso pasa, sobre todo, cuando uno le dedica tanto tiempo y gran parte de su vida a algo. Sin ese apoyo, estás cerca de largar todo a la mierda. Ellos (la familia) y los amigos son los que empujan».

Un bolso gastado encierra ilusiones no perecederas. Ahí, escondidos en un rincón entre los botines y el legado familiar, se asoman los sueños que, como su amor por el rugby, no conocen de fechas de vencimiento. Y “el Verde”, un eterno pasajero en tránsito, ya hizo el check in para un vuelo que promete ser eterno.

Por Andrés Mooney

2 comentarios en «El último tramo de un pura sangre»

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